sábado, 31 de mayo de 2008

3 ESCRITO EN MI MEMORIA


ESCRITO EN MI MEMORIA

Mis coetáneos recordarán muy bien como era el convivir diario en aquella Salamanca de las décadas de los cincuenta y parte de los sesenta. Una ciudad tranquila sin apenas tráfico que estaba plagada de voces y sonidos del transcurrir cotidiano. En cualquier estación del año, ya fuera invierno o corriera el caluroso estío, se oían ecos que evocan a la memoria.
La define muy bien Martín Vigil en su libro “Tierra Brava” en el que comienza señalando:
Salamanca achicharrada y rubia bajo el sol de agosto…

Recuerdo, sin ir más lejos, a las vendedoras de peces con su canasto sobre la cabeza gritando desaforadamente: – ¡compren peces vivitos!–. Peces del Tomes, un río por aquel entonces sin contaminación y no como está ahora, maloliente, sucio y dejado de la mano del poder.
¡Cuantas veces nos bañábamos en “El Picón”¡, al extremo de la pesquera entre puentes, junto a lo que era la fábrica de harinas. Convertida hoy, en "Casino del Tormes".
Nuestras madres después de quitar las vísceras al pescado, lo dejaban “orear” para cocinar la delicia después.
Tuve un pariente muy allegado, pescador él, que a veces llegaba a casa con la “pescata” y al mostrarle a su mujer los peces, aparecían ya fritos. Los pescaba en el bar La Perdiz, junto con "la merluza". Los "amigotes" le cambiaban los frescos por otros ya cocinados.

Con los calores llegaban los botijeros extremeños arreando un pollino que portaba dos especies de aguaderas enormes hechas de esparto, atiborradas hasta los topes de botijos, ollas, cántaros y otras piezas de barro cocido. Pregonando indolentemente su mercancía. – ¡Cántaro, botijo… botijo Fino!– Las mujeres probaban la calidad del producto golpeándolo con una moneda, pues según fuera el sonido grave o agudo, así era de bueno o malo el utensilio.

¿Quien no recuerda al heladero tirando de su particular carrito?, con su capota y sus dos tapaderas en forma de conos plateados, repitiendo constantemente su cantinela. – ¡Hay helados oiga!–. Y no digamos del vendedor de periódicos, que cargado como un mulo, repetía con voz estoica y monocorde. – ¡ABC, Ya, Arriba, Marca!–
¿Y el cartero con su enorme carterón?, entregaba las cartas en mano a golpe de silbato seguido de una frase fulminante y corta. –¡Cartero… Fulano de tal !–

Pero, lo mas impactante de todos los tipismos, para mi, fue “El Carita”. Muchos lo recordarán aparcado a las puertas de la estación ferroviaria.
Era El Carita, digamos un taxi, pero no un taxi de los estándar, se trataba de una especie de viejo microbús con carrocería y bancos de madera, al que se accedía por la parte trasera subiendo una escalerita de quita y pon, también fabricada en madera. A la llegada de los trenes, el conductor vociferaba – ¡El Carita, a domicilio!–. Después de acomodar a los pasajeros y sus maletas iba dejando al personal calle por calle hasta la misma puerta de sus casas respectivas. Las madres cuando a lo lejos lo veían aparecer prevenían apresuradamente a los niños. – ¡Aparta hijo, que viene El Carita!– Pues no era habitual que un enorme vehículo perturbara el juego de los críos en medio de la calle.
Los taxis entonces eran unos autos cuadrados, ruidosos y pintados de negro, uno de ellos, el “Ford Balilla”. –Como si lo estuviera viendo–. En la puerta tenían pintado un triángulo blanco y debajo se leía “ALQUILER”.

Había también otras figuras, como “la churrera” o “el lechero”. Estos con su borrico tirando de un carrito, otros en bicicleta portando en los costados dos grandes cántaros de cinc. Repartían leche a granel con una medida contrastada de medio litro, al terminar de servir añadían un chorrito de propina para que la clientela quedara contenta y vieran que no engañaban. Engañar en la medida creo yo, que no engañaban, ¡aunque se daban una maña!, que visto y no visto, despachaban varios litros en un santiamén. ¿Pero, y en el agua?, ahí si que tengo yo mis dudas.

Otros personajes de la calle eran los “Maletas”. Estos disponían de un carretillo para transportar maletas y otros bultos, ¿quién no los recuerda?. Allí, junto al mercado central, esperando a que los llamaran para hacer el porte correspondiente. Estaban: El Tomasín, el Maera y el Lamparilla entre otros.
Cierto día, caminaban apresuradamente por la calle de la Rúa discutiendo fogosamente el Tomasín junto a su mujer. Ella cargaba sobre el hombro a un bebé, como si de un fardel se tratara, lo llevaba envuelto en una toquilla raída y agarrado por las piernas le colgaba de la espalda. Era tan acalorada la discusión que el bebé se le escurrió y cayó en la acera sin que ninguno de los dos se percatara del suceso. La gente gritaba – ¡Señora, señora, que se le ha caído el niño¡. ¡Hay que ver!. -!Oiga¡ El chupete-.

Continuará, –porque de estas historias hay cuerda para rato–.
Felipe García Fraile

No hay comentarios: