lunes, 26 de mayo de 2008

2 LINGOTAZO
















LINGOTAZOEn la época de mi niñez y mocedad, hubo una característica social muy arraigada.
Se trataba de la cultura del “lingotazo”, (lo que hoy se llama tomar un chupito). Quiero decir que en general y con cualquier excusa los mayores de aquella generación aprovechaban cualquier evento para festejarlo con una copita de licor. Generalmente gustaban, anís las damas y “coñac” los hombres, entre otros licores espirituosos. Las guindas en aguardiente, eran una exquisitez que pocos se perdían.
Sobre todo predominaban las copitas mañaneras de aguardiente, que principalmente se consumían en churrerías, con la excusa de tomar un café o chocolate con churros. Aseguraban los aficionados a la barra, que confortaba el cuerpo en los días gélidos del crudo invierno y las tareas matinales se soportaban con más optimismo.
También se estilaba mucho en aquella época, que al visitar a familiares o amigos, en un brete colocaran la correspondiente copita. Digo literalmente copita, porque así lo eran. ¡Minúsculas!; unas con pie, otras simulaban un pequeño vaso y algunas incluso tenían una línea roja para circunscribir la dosis conveniente.
Me acuerdo como si fuera cosa de ayer, que cierto amanecer de un día invernal donde los haya, y a primeros de la década de los 60. - ­En aquellos inviernos se llego a registrar una temperatura de 20º bajo cero -. Cierto primo mío y yo, que entonces éramos unos mozalbetes imberbes. Acompañábamos a su hermano hasta la estación de RENFE para despedirlo, ya que emprendía en tren, viaje de regreso hacia Zaragoza, seguramente para recomenzar el curso tras las vacaciones Navideñas.
Después de que el viejo tren se largara escupiendo humo y vapor por todos sus costados, se me ocurrió la deslumbrante idea de invitar a mi primo a tomar la oportuna copita de aguardiente, ¡para eso de entrar en calor!, pues la mañana era tan fría que el aliento se exhalaba en forma de neblina glacial.
Entramos en un bar, bajo los soportales de San Antonio y ni corto ni perezoso le pedí al camarero sendas copas del susodicho licorcete. Aquel aguardiente de “granel”, bien rondaría los 40º por litro, de contenido alcohólico.
Yo, que de vez en cuando ya me había echado alguna de esas copas al coleto, me la bebí de un solo sorbo, como si se tratara de simple colación, pues me pareció que la dosis era lo suficientemente ínfima como para no hacerle remilgos.
Mi primo que era nuevo en la lid del lingotazo y para no ser menos, se sacudió de un trago la pócima.
¡Que susto! Fue tal mi sorpresa al ver el ahogo producido por efecto del alcohol en su novel gollete, que todavía no he conseguido sacudirme el sobresalto del cuerpo. Menos mal que paulatinamente y a base de golpecitos en la espalda, se fue recuperando y todo quedo en eso, un enorme susto que por poco nos cuesta un disgusto.
Mi primo nunca lo ha olvidado. A veces lo rememora en tono anecdótico y socarrón, reventando de risa y afirmando que yo me quedé como si tal cosa.
Grabado para siempre ha quedado en mi memoria aquel suceso imprevisto que me sobrecogió, por lo que no deja de ser anecdótico. Todo por la desinformación y la ignorancia que se caracterizaba entonces sobre todo a edades tempranas.


Felipe García Fraile



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