Como todo el
mundo, yo tuve varios amigos, unos muy cultos, otros menos, e incluso otros
incultos.
— ¡De todo un
poco!
Porque yo creo
que estoy capacitado para llevarme bien con todo el mundo. — Salvo con los
membrillos.
Algunos de ellos,
ya se han ido al patatal y otros siguen aguantando conmigo estoicamente los
avatares de la vida.
Uno de ellos, de
los más alocados, de cuyo nombre no quiero recalentarme los cascos.
En su juventud,
primeramente, fue guarda de parques y jardines. Vestía uniforme estilo dibujo
de Mingote. Sombrero gris de ala ancha, botas de media caña, tahalí, pantalón
bombacho y guerrera de gran solapa roja.
Después ejerció como
empleado de ayuntamiento. En su tiempo libre trabajó en el mercado como
estibador de camiones, lo cual le proporciono mucha fuerza y vigor, debido al
trasiego de cajas y bultos pesados. Tanto es así, que exhibía su fuerza en
eventos y reuniones, cogiendo en brazos a las señoras junto con la silla en la
que estaban sentadas.
— ¡Para dar la nota!
Al fumarse la
tabacalera casi entera, cierto día, el médico le recomendó no fumar
cigarrillos.
Como lo
interpretó mal, se dio al vicio de los puros, (más bien tagarninas) fumándose
17 todos los días.
Por segunda vez,
el médico lo llamo loco.
Como la cosa no
pintaba bien con el tabaco, se dio a la afición cervecera, trasegando 6 litros
del líquido alcohólico todos los días. Hasta que la sabia naturaleza le pasó
factura, avisándole con un ataque. Se libró por los pelos de la partida hacia
el averno.
Ahora, con las restricciones
prescritas, ha cambiado de vicio, puesto que la recomendación es comer
alimentos no azucarados. Desayuna un tazón de leche migada con un kilo de
galletas y repite lo mismo en la merienda.
— ¡Eso sí! ¡Sin azúcar!
¡Que Dios lo coja
confesado!
Dentro de esta
fauna de amigos que tuve, había uno; V. M., q.e.p.d. Muy inteligente y
bastante ilustrado. Como se tomaba la vida en tono jocoso, recuerdo que cuando
los domingos le pedía la paga a su madre, lo hacía al estilo gánster. Con el
cuello del abrigo subido, sacaba del bolsillo interior una pistola de agua
pintada de negro, intimidando a la “mujerita”, — ¡La Pasta!
La mujer,
amedrentada, sacaba el monedero sin más dilación.
Supo vivir la
vida de forma agradable, complaciendo a todos sus amigos y allegados.
Para él, mi grato
recuerdo.
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