sábado, 2 de octubre de 2010

17 EL AFILADOR















EL AFILADOR



Apenas ya nadie se acuerda de aquella figura fascinante, que paseándose por las calles rodaba un artilugio a manera de carrito con una sola rueda de enorme diámetro, rematada con un aro de acero. Accionándola con un largo pedal de madera, movía una piedra esmeril de esas que lo mismo roen un hacha o un cuchillo de matachín.
Era EL AFILADOR: Al son del empuje marchaba soplando un silbato a modo de flauta del pan, llamado chiflo y al que en el silencio mañanero extraía unos sonidos en escalera, queriendo imitar una larga melodía que siempre terminaba con un concluyente y rápido silbido melódico, sonido identificativo del “afiliche”, como citaban los castizos. Algunos se recreaban soplando el chiflo luciéndose con largas sinfonías que sonaban en la lejanía para regocijo de la chavalería vociferante ¡Que viene el afilador..! Arremolinándose a su alrededor y embelesándose con las chispas provocadas por la piedra esmeril.
El chiflo, fabricado en madera y de forma triangular, a veces terminado en una figura zoomorfa a modo de empuñadura curva para mejorar el agarre, era para EL AFILADOR, lo mismo que para el pregonero la trompetilla. Al son del reclamo las tijeras salían de sus costureros, los cuchillos de sus cocinas y, cómo no, alguna que otra navaja trapera.
Los afiladores, también paragüeros, pertenecen ya a esa generación de oficios, sonidos y olores perdidos en el tiempo, pues fue a mediados del siglo XX cuando la emblemática “tarazana”, (así llamaban a la rueda del afilador) fue sustituida por útiles más modernos, como la bicicleta o la moto. Vestido con traje rústico de pana y boina, movía el pedal de la rueda y con un sonsonete chirriante, dejaba las herramientas tan afiladas que podían cortar un pelo en el aire. Generalmente los afiladores eran autóctonos de Orense, desde donde recorrían la península facturando su carricoche en el tren. Algunos, empujando la rueda llegaron hasta Sudamérica y Filipinas. Paulatinamente fueron modernizándose, cambiando de carrito a bicicleta y de después a moto, para desaparecer definitivamente de la urbe.
En la decadencia del oficio, la flauta del pan o “siku”, se convirtió en un silbato de plástico cutre, en colores fosforitos que ni por asomo se le podían extraer los sonidos legítimos y, en los kioscos llegaron a venderse como baratijas infantiles.
Esta es otra de las profesiones desaparecidas, como fueron las de hojalatero, curtidor, molinero, sombrerero o leñador entre otras, arrastrando consigo a los correspondientes aprendices, oficiales y maestros.
Todo viene y todo se va, como el proverbio de Navidad. También nosotros nos iremos y no volveremos más.

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